Aprovechando la clasificación que hizo el inefable Mr. Biskind en su libro ‘Easy riders raging bulls’ para diferenciar a dos clases de cineastas, estableceremos dos categorías: los musicales que nos llegan del otro lado del atlántico, que parten del modelo clásico e intentan insuflarle nueva vida al género, dado por muerto una década atrás, por ejemplo, la discutible ‘Moulin rouge’ o la aún más discutible ‘Chicago’, y los musicales europeos, que parten de la misma base pero pervierten las constantes que los componen para intentar subvertirlas, envolviéndolos en una estética feísta (‘Bailar en la oscuridad’) o despojándolos de su opulencia (‘8 femmes’).
Éste rasgo es fácilmente reconocible en uno de los últimos resquicios del genero que ha llegado a nuestras carteleras, ‘Once’, una cinta irlandesa que narra la relación entre un cantautor que se gana la vida pateándose las calles de Dublín guitarra en ristre y una limpiadora checa que resulta ser una formidable pianista.
Debido al trivial pseudoromanceque se cuenta, a ratos uno puede imaginarse el remake hollywodiense, ambientado en Nueva York, con Jude Law y Kirsten Dunst de protagonistas, canciones de U2 y fastuosas coreografías ambientadas en la cima del Empire State, en un gigantesco centro comercial o en alguna mansión de Salem Center. Pero la historia que en ‘Once’ se cuenta deja de ser convencional gracias a las canciones que la completan. ¿Y por qué es éste un musical diferente? Porque las canciones que adornan la trama pierden su carácter convencional gracias a ésta, pues los musicales no suelen recrearse en el realismo. No pasan ni de puntillas por los problemas de integración de los inmigrantes en una cultura ajena o la putada de que se te acaben las pilas del discman a mitad de tu canción favorita. Tampoco se trata de un film lleno de veleidades de cine de autor, es una simple comedia romántica donde los protagonistas tocan instrumentos, más cercana al espíritu de Julia Roberts que al de Ken Loach. Pero, aún así, es una película infecciosa, que te hará tararear las canciones a la salida de la sala e incluso quizá consiga que te tengas que secar los ojos. Que la sensiblería está para usarla bien pero para usarla al fin y al cabo, leñe.
Podemos definir ‘Once’ como un musical realista. Los números se desarrollan naturalmente en el devenir de la acción y serían perfectamente plausibles en una película de no ficción. Este experimento no es nuevo, lo vimos en ‘Hedwig and the angry inch’, aunque solo en parte, ya que en esta obra maestra del musical dislocado los números alcanzaban cotas tan estrambóticas que pasaban de una persona delante de un micrófono a un karaoke en el que se invita a cantar al espectador.
En cambio, en ‘Once’ nadie baila enloquecidamente, ni siquiera ensaya unos pasos frente al espejo, lo que logra que todo el interés recaiga en las espléndidas canciones del dúo protagonista (dulcemente pegajosas) y que la puesta en escena huya del manierismo, el principal inconveniente del género para sus detractores. Para ellos va dirigido este intento de propagación de la enfermedad: el musical dislocado es una excusa perfecta para contagiarse.