Para los que cantan. Para los que bailan. Para los que vienen de muy lejos. Incluso para los que se tiran pedos. Como señalaba la lúcida Mariola Cubells citando a uno de esos eternos aspirantes, la vida es un casting. La televisión sigue empeñada en ofrecer cinco minutos de fama a cualquier hijo de vecino que posea un talento. Este hecho exacerba uno de los males más extendidos de la caja tonta. Los rayos catódicos han metido en las huecas cabezas de los televidentes la idea de que sus problemas pueden ser resueltos, en definitiva, que su vida puede cambiar de la noche a la mañana, si aparecen delante de las cámaras de televisión.
House ha vuelto. Sigue andando renqueante por los pasillos del hospital Princeton Plainsboro, pero esta vez nadie le sigue. Sus compañeros de fatigas se despidieron al final de la temporada pasada. ¿Qué se le ha ocurrido al ínclito doctor para obtener unos nuevos? Organizar un casting. Un casting absurdo y enloquecido en el que un puñado de médicos hechos y derechos se someten a las más variopintas vejaciones con tal de trabajar con el mejor especialista en diagnósticos de la historia de las 525 líneas.
En su fuero interno, los pardillos que desean participar en un reality show saben que, aunque lo consigan, su cotidianeidad se alterará durante un breve periodo de tiempo. Nada es para siempre. Del mismo modo, los doctores saben que su permanencia al lado de House tiene los días contados. ¿Por qué? Porque en los títulos de crédito de la serie siguen figurando los fugados Foreman, Cameron y Chase. Pero, aun así, intentan resolver los misterios que se les plantean con la misma pasión que uno de esos paupérrimos inmigrantes rompe a cantar. Haciendo gala de la misma amoralidad. Sí, porque a estos profesionales de la medicina no parecen importarles las vidas de sus pacientes, sino ganar puntos ante el todopoderoso House. Igual que los concursantes. ¿Qué les importa la música, la danza, el arte? Lo único que su corazón anhela es la popularidad.
House es mucho más cruel que el más cruel de los jurados. Sus lacayos ni siquiera tienen nombre, son un número en un dorsal (¿no es igual en un casting?), son marionetas a las que se puede ordenar que laven un coche o desentierren un cadáver. Se aprestarán a hacerlo con la misma celeridad que los espectadores en enviar un sms para salvar a su diletante favorito.
Las series de televisión toman a veces la forma un espejo stendhaliano en el que se refleja lo bueno y lo malo del mundo, el barro y el cielo. Los programas de casting son un fenómeno cuasisociológico y, como tal, encuentran su reflejo en House, que organiza una selección de personal tan cruel y arbitraria como aquellos. Y tan futil. Los aspirantes no se quedarán. El jurado se apiada de ellos, les da ánimo para continuar, a pesar de que no tengan futuro. El doctor House, en cambio, es un cínico. Cada vez que asisto a otro casting, puedo escuchar de fondo sus carcajadas.
House ha vuelto. Sigue andando renqueante por los pasillos del hospital Princeton Plainsboro, pero esta vez nadie le sigue. Sus compañeros de fatigas se despidieron al final de la temporada pasada. ¿Qué se le ha ocurrido al ínclito doctor para obtener unos nuevos? Organizar un casting. Un casting absurdo y enloquecido en el que un puñado de médicos hechos y derechos se someten a las más variopintas vejaciones con tal de trabajar con el mejor especialista en diagnósticos de la historia de las 525 líneas.
En su fuero interno, los pardillos que desean participar en un reality show saben que, aunque lo consigan, su cotidianeidad se alterará durante un breve periodo de tiempo. Nada es para siempre. Del mismo modo, los doctores saben que su permanencia al lado de House tiene los días contados. ¿Por qué? Porque en los títulos de crédito de la serie siguen figurando los fugados Foreman, Cameron y Chase. Pero, aun así, intentan resolver los misterios que se les plantean con la misma pasión que uno de esos paupérrimos inmigrantes rompe a cantar. Haciendo gala de la misma amoralidad. Sí, porque a estos profesionales de la medicina no parecen importarles las vidas de sus pacientes, sino ganar puntos ante el todopoderoso House. Igual que los concursantes. ¿Qué les importa la música, la danza, el arte? Lo único que su corazón anhela es la popularidad.
House es mucho más cruel que el más cruel de los jurados. Sus lacayos ni siquiera tienen nombre, son un número en un dorsal (¿no es igual en un casting?), son marionetas a las que se puede ordenar que laven un coche o desentierren un cadáver. Se aprestarán a hacerlo con la misma celeridad que los espectadores en enviar un sms para salvar a su diletante favorito.
Las series de televisión toman a veces la forma un espejo stendhaliano en el que se refleja lo bueno y lo malo del mundo, el barro y el cielo. Los programas de casting son un fenómeno cuasisociológico y, como tal, encuentran su reflejo en House, que organiza una selección de personal tan cruel y arbitraria como aquellos. Y tan futil. Los aspirantes no se quedarán. El jurado se apiada de ellos, les da ánimo para continuar, a pesar de que no tengan futuro. El doctor House, en cambio, es un cínico. Cada vez que asisto a otro casting, puedo escuchar de fondo sus carcajadas.
4 parlamentarios:
Chico, estoy del Nessun dorma hasta los mismísimos... globos oculares.
Será por falta de arias.
Interesante símil entre el casting de los programas cansinos y el particular de House.
El casting nació como género televisivo cuando Via Digital comercializó la primea OT. Ese invento tan aznariano que iba a salvar a la juventud española de la drogaína, proponiéndole pasatiempos sanos en los que gastar las noches del sábado (aunque OT se emitiera otro día). Era un modo de obtener valor de una cosa que, en principio, no lo tenía. De interesarse por algo que a todo el mundo le merecía desprecio.
No hay nada más cruel que un casting (y lo dice alguien que ha sufrido algunos como jurado y como participante). Hay algo de indigno en juzgar a una persona, en tener el poder absoluto sobre ella aunque sólo sea por los cinco minutos que tarda en llegar el "ya te llamaremos". El casting es la metáfora de nuestro universo cultural.
Como tú decías, el creer que "meter la cabeza" al final, vale para algo...
Pronto harán cásting de miembros del jurado. Lo cual será una paradoja muy rentable.
Qué ganas tiene la gente de pasar un examen, con lo coñazo que es que te evalúen...
Pues a mi para despejar la mente me tiene bastante entretenida los del talento, aunque lo del jurado entre morancos y el Llàcer es bastante patètico...
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