lunes, 4 de febrero de 2008

Belén Gopegui

En un viaje en tren a Florencia acabé de leer 'La conquista del aire', de Belén Gopegui. Aunque han transcurrido varios meses desde aquello, no he podido dejar de darle vueltas al final de la historia. Los protagonistas logran recuperar el dinero que le habían prestado a un amigo al principio de la narración, lo que inicialmente se me antojó el típico final feliz en el que los personajes se salen con la suya. Recuperan lo que daban por perdido y, además, logran mantener intactos los lazos que les unen. Pero me equivoqué al valorar la novela por su desenlace en lugar de por la evolución del argumento: la trama se cierra porque el dinero ha vuelto a su origen, pero su trayecto es el que ha generado todos los malestares, todas las tensiones, todos los enfados, las recriminaciones, las dudas e incluso las pequeñas alegrías. El dinero como condicionante no solo de nuestra moral y de nuestra ética (el dinero se ha introducido en ambas sin que apenas lo notemos y las ha modificado, afirma la autora en el prólogo), sino como factor determinante en nuestra percepción de la realidad.
Belén Gopegui (hay quien dijo que era la mejor novelista de su generación) sabe esto y, además, tiene un atributo que comienza a escasear en nuestra sociedad: conciencia de clase. Tendemos a pensar que pertenecer a la clase media nos hace prácticamente iguales a los que nos rodean, pero nada más lejos de la verdad. Las diferencias, incluso dentro de este tan extendido grupo, pueden ser abismales. Y lo peor es que creemos que tenemos lo que nos merecemos, que nuestros recursos no pueden igualarse, que no podemos aspirar a mucho más de lo que ya poseemos, que no tenemos derecho.
Aunque estas ideas recorren de forma subrepticia todo el texto, a veces emergen y se nos muestran claramente.

A menudo, cuando miraba a Leticia, calculaba cuánto paisaje había en su mente. Selvas, océanos, ríos, desiertos, cataratas. No era un cálculo resentido. Leticia regalaba lo que había visto sin esperar a que se lo pidieran y parecía que su alegría estaba hecha de eso: islas, cumbres y playas, volcanes y puertos blancos. Debía de ser una cuestión de mínimos, pensó. Sólo cuando el cerebro sobrepasaba un umbral de imágenes bellas dejaba de querer encontrarles sentido y lograba absorberlas en estado puro, como una vitamina que diese claridad a los ojos, a la piel. Como él aún no había sobrepasado ese umbral, no podía mirar sereno.

Desde que acabé la novela en el tren que me llevaba a Florencia realicé mentalmente el cálculo de imágenes bellas que habían absorbido mis ojos y descubrí que no eran suficientes. Y el resultado de este cálculo ha hecho que me invada el resentimiento, un resentimiento que me dicta que las diferencias no son justas. Aunque no podamos combatirlas, al menos, gracias a Gopegui, volvemos a saber de su existencia.

7 parlamentarios:

. dijo...

Me has convencido, cuando termine con Gogol y sus Almas Muertas, iré a la Fnac a pillar este libro. Y te diré si me gustó.

mila dijo...

Yo lo leí hace tiempo y me impactó mucho. Como anécdota secundaria, explicaré que concretamente lo leí en octubre de 2001. Una amiga y yo nos íbamos a pasar unos días a Porto y nos aposentamos en el avión. Yo saqué mi libro: "La conquista del aire". Ella el suyo: "Infierno grande". Y no hacía ni un mes del 11-S.
Nos hizo gracia.

Anónimo dijo...

Supongo que sería de noche cuando estabas leyendo. Porque no pegarse al cristal mientras viajas en tren por la Toscana puede dar una idea de por qué sientes que te faltan imágenes bellas. Aparte, creo que depende de cómo lo miramos, más que de lo que vemos.

stgmarsan dijo...

una anotación estupenda, al final el sabor que te ha dejado mejoró la primera impresión.
sí, hay que espera al sabor.

Luisru dijo...

Pikonasso, tengo que ponerme con Gogol un día de estos, ¿que te está pareciendo?
Mila, qué coincidencia siniestra, ¿no? Qué bonito leer en los viajes.
Lluvia: te puedo asegurar que era bien de noche. Y es cierto, la belleza siempre se encuentra si se sabe cómo buscarla. Pero, en fin, me encantaría ir a ver los cuadros del Boston Museum y no puedo permitírmelo.
Stg, es como dejar una tarta en el alfeizar de la ventana para que repose. Sabe distinto.

Anónimo dijo...

El "supongo" era poco suponer: tenía la seguridad de que era de noche. A lo que iba es que mientras no puedas ir a Boston (que ya llegará el momento), hay tanto (tanto, tanto) cerca por disfrutar...
¡Y encima cuando vayáis a Boston lo vais a pillar con más ganas!

P.D: Odio con especial saña tu verificador de palabras, que me tiro más rato verificando que escribiendo.

Luisru dijo...

Te apoyo, hay muchas cosas bellas aquí y en Kazajistan.
Siento lo del verificador, pero es que si viene gente mala a comentar.