viernes, 28 de diciembre de 2007

Un musical dislocado

Existe una enfermedad llamada musical. Muchos se jactan de no haberla contraído pero, del mismo modo, otros la exhibimos alegremente. Ah, sí, tú no la padeces, las películas musicales te parecen falsas, forzadas, sentimentaloides, blandas, bobaliconas, edulcoradas... Esa visión tan limitada significa algo: que no te has expuesto lo suficiente al virus como para contagiarte. A veces se estrenan filmes en las salas de cine que pueden suponer un peligro para las mentes sanas. Me refiero a los musicales dislocados. Actualmente, esta clase de cintas ya no se fotografían en colores chillones ni narran un manido romance entre artistas y solo están emparentadas con los clásicos del género en que los protagonistas cantan y bailan. Y a veces, ni eso. Por ejemplo, hay musicales en los que los actores no cantan (‘Corazonada’) y filmes en los que se canta pero no se baila (‘On conaît la chanson’, aunque haya puristas que quieran no considerarla un musical).
Aprovechando la clasificación que hizo el inefable Mr. Biskind en su libro ‘Easy riders raging bulls’ para diferenciar a dos clases de cineastas, estableceremos dos categorías: los musicales que nos llegan del otro lado del atlántico, que parten del modelo clásico e intentan insuflarle nueva vida al género, dado por muerto una década atrás, por ejemplo, la discutible ‘Moulin rouge’ o la aún más discutible ‘Chicago’, y los musicales europeos, que parten de la misma base pero pervierten las constantes que los componen para intentar subvertirlas, envolviéndolos en una estética feísta (‘Bailar en la oscuridad’) o despojándolos de su opulencia (‘8 femmes’).
Éste rasgo es fácilmente reconocible en uno de los últimos resquicios del genero que ha llegado a nuestras carteleras, ‘Once’, una cinta irlandesa que narra la relación entre un cantautor que se gana la vida pateándose las calles de Dublín guitarra en ristre y una limpiadora checa que resulta ser una formidable pianista.



Debido al trivial pseudoromanceque se cuenta, a ratos uno puede imaginarse el remake hollywodiense, ambientado en Nueva York, con Jude Law y Kirsten Dunst de protagonistas, canciones de U2 y fastuosas coreografías ambientadas en la cima del Empire State, en un gigantesco centro comercial o en alguna mansión de Salem Center. Pero la historia que en ‘Once’ se cuenta deja de ser convencional gracias a las canciones que la completan. ¿Y por qué es éste un musical diferente? Porque las canciones que adornan la trama pierden su carácter convencional gracias a ésta, pues los musicales no suelen recrearse en el realismo. No pasan ni de puntillas por los problemas de integración de los inmigrantes en una cultura ajena o la putada de que se te acaben las pilas del discman a mitad de tu canción favorita. Tampoco se trata de un film lleno de veleidades de cine de autor, es una simple comedia romántica donde los protagonistas tocan instrumentos, más cercana al espíritu de Julia Roberts que al de Ken Loach. Pero, aún así, es una película infecciosa, que te hará tararear las canciones a la salida de la sala e incluso quizá consiga que te tengas que secar los ojos. Que la sensiblería está para usarla bien pero para usarla al fin y al cabo, leñe.
Podemos definir ‘Once’ como un musical realista. Los números se desarrollan naturalmente en el devenir de la acción y serían perfectamente plausibles en una película de no ficción. Este experimento no es nuevo, lo vimos en ‘Hedwig and the angry inch’, aunque solo en parte, ya que en esta obra maestra del musical dislocado los números alcanzaban cotas tan estrambóticas que pasaban de una persona delante de un micrófono a un karaoke en el que se invita a cantar al espectador.



En cambio, en ‘Once’ nadie baila enloquecidamente, ni siquiera ensaya unos pasos frente al espejo, lo que logra que todo el interés recaiga en las espléndidas canciones del dúo protagonista (dulcemente pegajosas) y que la puesta en escena huya del manierismo, el principal inconveniente del género para sus detractores. Para ellos va dirigido este intento de propagación de la enfermedad: el musical dislocado es una excusa perfecta para contagiarse.

3 parlamentarios:

Paco Bernal dijo...

Hola! Yo soy un enfermo feliz. Me encantan los musicales desde que era pequeño y sueño con ese momento en que la realidad se parezca a un musical. De los clásicos ¿Te imaginas? Fred Astaire sirviendo de intermediario entre los sindicatos y la patronal marcándose un número de tap dance sobre la mesa de negociación; las marujas en el mercado montando una coreografía a lo Berkeley mientras el pollero deshuesa la gallina con facilidad; la fantasía invadiendo la realidad como un río en technicolor. Los socorristas de las piscinas lanzándose en toboganes y sacando del agua a una sirena de sonrisa incandescente...Ays. Siento que mi sueño va a verse frustado para siempre jamás...Nunca la realidad se parecerá a lo que yo soñé, pero a veces...Un soplo de fascinación me alcanza el miocardio.

Anónimo dijo...

Es lo que tiene la música melódica irlandesa: un aire a Johnny Logan que no se lo quitan de encima. Para bien o para mal.

Como no tengo horchata en las venas me he sorprendido tarareando "I´m pulling the wig down from the shelf...", y eso que aún no la he visto.

Últimamente estás sembrado (más que de costumbre, que no es poco), estimado Luisru.

Luisru dijo...

Sr. Bernal: también tengo a veces ese sueño, sigamos soñando y no dejemos que la realidad nos lo estropee, esa realidad anodina y sin ritmo.
Lluvia, gracias por los cumplidos, uno de mis propósitos de año nuevo es hacer que los contenidos de este blog sean un poquito mejores que los del año pasado... Qué digo, el objetivo es que haya algún contenido. Y descrag...Digoooo, compra YA Hedwig. No te arrepentirás.