martes, 19 de febrero de 2008

Defensor de causas perdidas

Las hay a montones: El francés (el idioma, por Dios). Los premios literarios. Britney Spears. La política de Gallardón y Gallardón mismo. El canon. El cristianismo. El cine norteamericano contemporáneo...
Para todos los gustos, edades, ideologías o inclinaciones. Las causas perdidas están a la orden del día. Todos, tarde o temprano, acabamos adheridos a una. O varias, dependiendo del tiempo libre del que dispongamos.
Mi morbosa fascinación por Eurovisión es un tema recurrente en este espacio. El festival internacional de la canción es una causa perdida: no tiene ningún fundamento, ningún objetivo, más allá del megalómano propósito de unir a los pueblos del viejo continente. Pero, aun así, año tras año, me convierto en un mero número de ese share alarmantemente decreciente.
Guille Milkyway. Ideógrafo y único accionista de La Casa Azul. Hace un año me habría flagelado por echarle un vistazo a la portada de uno de sus discos y mírame ahora. Lo amas por insertar letras sobre la ansiedad en arreglos extirpados de videojuegos ochenteros, luego él se pone a amar a Laura y te dan ganas de soltarle lo que le dijo Björk a Gondry:

Qué gilipollas eres, madre mía.



Resulta que este año la nunca bien ponderada Televisión Española ha decidido pasar de las votaciones vía SMS y organizar la elección de candidatos a representante cañí en el festival a través de un medio mucho menos democrático, el inefable myspace. A tamaña competición se podía presentar cualquiera que grabase una canción y un vídeo. A pesar de que en el invento han tomado parte personajes tan fascinantes como La Terremoto de Alcorcón (no me provocaba tanta simpatía alguien tan deliberadamente casposo desde el advenimiento de Chiquito de la Calzada), apuesto por la revolución sexual. No solo porque piense que es un jitazo (¿desde cuando hace falta uno para ganar Eurovisión?), sino porque el ritmillo machacón se presta a una coreografía peripatética. Milkyway y sus secuaces (si es que los lleva) tienen algo inherentemente ridículo, algo valorable si se tiene en cuenta el creciente porcentaje de freaks que acuden a la cita eurovisiva.
Queremos indie pop. Vale que los artistas que van de independientes son igual de censurables y vacuos que los demás pero al menos su principal influencia no es Luis Miguel. Y es que los triunfitos are still alive. No podemos permitir que nuestra juventud crezca con ese referente, no señor. Es mejor que se tome como modelo a alguien que se considera fan de Pizzicato five, Stereo Total, Augusto Algueró y despropósitos similares.
La participación en Eurovisión de un adalid del indie pop como es La Casa Azul es indefendible porque no hay nada más mainstream que la televisión y, por ende, este festival. Es una causa perdida. Y esa es mi especialidad. Voy a votar a La Casa Azul hasta que se me caigan los dedos. Ah, y por si no ha quedado claro antes por favor os pido que vosotros hagáis lo mismo.

jueves, 14 de febrero de 2008

Personajes de la posmodernidad pop: Nórdicos

La música pop siempre ha sido un asunto de la parte anglosajona del mundo, por mucho que nos empeñemos el resto. Pero, como el invento ha tenido casi 50 años para crecer y expandirse, sus largas extremidades han alcanzado las partes más inhóspitas del planeta, que lo han asimilado casi sin quererlo.
Cuando uno busca una definición de posmodernidad, en la wikipedia se encuentra con esto: "Los rasgos más notables del arte posmoderno son la valoración de las formas industriales y populares, el debilitamiento de las barreras entre géneros y el uso deliberado e insistente de la intertextualidad, expresada frecuentemente mediante el collage o pastiche."
El pop como movimiento artístico adoptado por países y personas en principio completamente ajenos a él ha dado como resultado un pastiche sensacional en el que se observa, por ejemplo, que los territorios del norte de Europa son la sede de una alucinante escena musical en la que se reivindican los sonidos originarios de la música popular inglesa y americana.
Todo comenzó en Suecia. A finales de los 70 el sueco más famoso era Ingmar Bergman. Pero como la región escandinava está llena de contrastes casi por arte de magia nacieron ABBA. Desde entonces nadie volvió a tomarse en serio la frialdad y espiritualidad de este pueblo, infectadas ambas por coros angelicales y bolas de espejos. Después nos fueron llegando a borbotones otros artistas, algunos interesantes (Neneh Cherry), otros no tanto (Ace of base). ¿Qué amante de la radiofórmula no ha poseído un disco de Roxette?
En los 90 se produjo una eclosión nórdica que no da visos de detenerse en la actualidad, provocando que se publiquen en España discos no solo de músicos suecos, tambien de gente tan exótica como los islandeses. Como por ejemplo, Björk. Un, dos, tres, responda otra vez:



Se acabó el tiempo. Prácticamente ninguno de estos artistas aspiran a descubrir la pólvora, suelen revelar sus influencias a la primera de cambio, dando como resultado canciones que tarareas en la ducha durante semanas pero que no alcanzarán la posteridad, por mucho que nos empeñemos. ¿Es esto la posmodernidad pop? ¿O todo es una excusa para un puñado de listas gratuitas y sin sentido? Seguiremos investigando.

lunes, 11 de febrero de 2008

Un atisbo de humanidad

En un ya añejo cómic, el Onslaught: Marvel Universe, el supervillano de turno, Onslaught, mantiene una distendida conversación con el Profesor Xavier en la que le comenta que destruirá la tierra y a todos sus habitantes porque es muy malo y muy poderoso y nadie puede vencerle. El profe le responde que le falta algo para conseguir su objetivo: un atisbo de humanidad. Y que eso será su perdición.
Me gusta la expresión "soy humano", que sirve para justificar errores leves o defectos que le delatan a uno como ente cuyas reacciones y pensamientos son imprevisibles.
De eso trata más o menos 'La question humaine', de Nicolas Klotz, una película cuyo argumento establece un siniestro paralelismo entre el lenguaje de los departamentos de recursos humanos de las grandes corporaciones y el que utilizaban los nazis para redactar sus informes sobre el día a día del holocausto.



Como soy humano, tengo una predilección desaforada e injustificable por el cine galo. Como soy humano, me ofende que una cinta tan importante como esta no se haya estrenado comercialmente en España. Como soy humano, me hace reír que el protagonista, un inexpresivo Mathieu Amalric, haya ganado un puñado de premios internacionales por una interpretación en la que solo tiene que pestañear. Como soy humano, no entiendo a esas personas que viven para trabajar. Se me ocurren millones de cosas con las que obsesionarme antes que eso, aunque reconozco que no le pasa a todo el mundo, más si trabajan en una multinacional y su nómina abulta tanto como la guía telefónica.
Trabajar en una oficina tiene una cualidad adictiva. Te hace creer a veces que tu vida se reduce a ese espacio impersonal, a esos compañeros (con los que estableces relaciones que, peligrosamente, llegas a confundir con la amistad), a ese horario, y que el resto es únicamente el espacio entre un día laborable y otro. 'La question humaine', aparte de hablar de la pérdida de identidad de los individuos en la terrible uniformidad de la empresa, narra la construcción del proyecto vital del protagonista, un proyecto que aleja sus sentidos del lugar en el que trabaja, algo que no parecía haberle ocurrido hasta ese momento. Este oficinista vive en un vacío laboral: ama la música como quien ama las calles por las que pasa todos los días y, del mismo modo, sostiene una desapasionada relación amorosa. Sin embargo, permanece en su despacho de sol a sol y en sus ratos de ocio acude a enloquecidas raves interdepartamentales. Pero, poco a poco, la investigación sobre la supuesta enfermedad mental de un superior va rellenando los huecos de su gris existencia: le dedica sus tardes libres, sus fines de semana, sus minutos para el café. El oficinista entiende que, involuntariamente, la entidad a la que sirve le ha devuelto algo que le había arrebatado sin que él lo notase.
Las empresas, como el malévolo supervillano de un tebeo, pretenden someternos y, para ello, intentarán despojarnos de nuestra condición, de poder expresar de vez en cuando un "soy humano”. Pero para conseguirlo les falta algo: un atisbo de humanidad. Y esa será su perdición.

martes, 5 de febrero de 2008

Casting in da House

Para los que cantan. Para los que bailan. Para los que vienen de muy lejos. Incluso para los que se tiran pedos. Como señalaba la lúcida Mariola Cubells citando a uno de esos eternos aspirantes, la vida es un casting. La televisión sigue empeñada en ofrecer cinco minutos de fama a cualquier hijo de vecino que posea un talento. Este hecho exacerba uno de los males más extendidos de la caja tonta. Los rayos catódicos han metido en las huecas cabezas de los televidentes la idea de que sus problemas pueden ser resueltos, en definitiva, que su vida puede cambiar de la noche a la mañana, si aparecen delante de las cámaras de televisión.
House ha vuelto. Sigue andando renqueante por los pasillos del hospital Princeton Plainsboro, pero esta vez nadie le sigue. Sus compañeros de fatigas se despidieron al final de la temporada pasada. ¿Qué se le ha ocurrido al ínclito doctor para obtener unos nuevos? Organizar un casting. Un casting absurdo y enloquecido en el que un puñado de médicos hechos y derechos se someten a las más variopintas vejaciones con tal de trabajar con el mejor especialista en diagnósticos de la historia de las 525 líneas.



En su fuero interno, los pardillos que desean participar en un reality show saben que, aunque lo consigan, su cotidianeidad se alterará durante un breve periodo de tiempo. Nada es para siempre. Del mismo modo, los doctores saben que su permanencia al lado de House tiene los días contados. ¿Por qué? Porque en los títulos de crédito de la serie siguen figurando los fugados Foreman, Cameron y Chase. Pero, aun así, intentan resolver los misterios que se les plantean con la misma pasión que uno de esos paupérrimos inmigrantes rompe a cantar. Haciendo gala de la misma amoralidad. Sí, porque a estos profesionales de la medicina no parecen importarles las vidas de sus pacientes, sino ganar puntos ante el todopoderoso House. Igual que los concursantes. ¿Qué les importa la música, la danza, el arte? Lo único que su corazón anhela es la popularidad.
House es mucho más cruel que el más cruel de los jurados. Sus lacayos ni siquiera tienen nombre, son un número en un dorsal (¿no es igual en un casting?), son marionetas a las que se puede ordenar que laven un coche o desentierren un cadáver. Se aprestarán a hacerlo con la misma celeridad que los espectadores en enviar un sms para salvar a su diletante favorito.
Las series de televisión toman a veces la forma un espejo stendhaliano en el que se refleja lo bueno y lo malo del mundo, el barro y el cielo. Los programas de casting son un fenómeno cuasisociológico y, como tal, encuentran su reflejo en House, que organiza una selección de personal tan cruel y arbitraria como aquellos. Y tan futil. Los aspirantes no se quedarán. El jurado se apiada de ellos, les da ánimo para continuar, a pesar de que no tengan futuro. El doctor House, en cambio, es un cínico. Cada vez que asisto a otro casting, puedo escuchar de fondo sus carcajadas.

lunes, 4 de febrero de 2008

Belén Gopegui

En un viaje en tren a Florencia acabé de leer 'La conquista del aire', de Belén Gopegui. Aunque han transcurrido varios meses desde aquello, no he podido dejar de darle vueltas al final de la historia. Los protagonistas logran recuperar el dinero que le habían prestado a un amigo al principio de la narración, lo que inicialmente se me antojó el típico final feliz en el que los personajes se salen con la suya. Recuperan lo que daban por perdido y, además, logran mantener intactos los lazos que les unen. Pero me equivoqué al valorar la novela por su desenlace en lugar de por la evolución del argumento: la trama se cierra porque el dinero ha vuelto a su origen, pero su trayecto es el que ha generado todos los malestares, todas las tensiones, todos los enfados, las recriminaciones, las dudas e incluso las pequeñas alegrías. El dinero como condicionante no solo de nuestra moral y de nuestra ética (el dinero se ha introducido en ambas sin que apenas lo notemos y las ha modificado, afirma la autora en el prólogo), sino como factor determinante en nuestra percepción de la realidad.
Belén Gopegui (hay quien dijo que era la mejor novelista de su generación) sabe esto y, además, tiene un atributo que comienza a escasear en nuestra sociedad: conciencia de clase. Tendemos a pensar que pertenecer a la clase media nos hace prácticamente iguales a los que nos rodean, pero nada más lejos de la verdad. Las diferencias, incluso dentro de este tan extendido grupo, pueden ser abismales. Y lo peor es que creemos que tenemos lo que nos merecemos, que nuestros recursos no pueden igualarse, que no podemos aspirar a mucho más de lo que ya poseemos, que no tenemos derecho.
Aunque estas ideas recorren de forma subrepticia todo el texto, a veces emergen y se nos muestran claramente.

A menudo, cuando miraba a Leticia, calculaba cuánto paisaje había en su mente. Selvas, océanos, ríos, desiertos, cataratas. No era un cálculo resentido. Leticia regalaba lo que había visto sin esperar a que se lo pidieran y parecía que su alegría estaba hecha de eso: islas, cumbres y playas, volcanes y puertos blancos. Debía de ser una cuestión de mínimos, pensó. Sólo cuando el cerebro sobrepasaba un umbral de imágenes bellas dejaba de querer encontrarles sentido y lograba absorberlas en estado puro, como una vitamina que diese claridad a los ojos, a la piel. Como él aún no había sobrepasado ese umbral, no podía mirar sereno.

Desde que acabé la novela en el tren que me llevaba a Florencia realicé mentalmente el cálculo de imágenes bellas que habían absorbido mis ojos y descubrí que no eran suficientes. Y el resultado de este cálculo ha hecho que me invada el resentimiento, un resentimiento que me dicta que las diferencias no son justas. Aunque no podamos combatirlas, al menos, gracias a Gopegui, volvemos a saber de su existencia.